Roba pero hace

Por Jorge Eduardo Simonetti
jorgesimonetti.blogspot.com.ar

EL CAMINO ARGENTINO

Tal parece que el karma argentino en la consideración social de la gestión pública se mueve en el espectro negativo de los disvalores morales. Dicho de manera más sencilla, la gente supone que el que gobierna roba, siempre.
Cuando analizamos la gestión de un presidente o un gobernador, generalmente pensamos que el elemento constitutivo permanente de una administración es el robo de fondos públicos. Una suerte de fatalismo ético nos determina como inexorable el comportamiento inmoral de la política y de la gestión gubernamental. Un tip cultural adentrado muy hondamente entre los pliegues sociales.
A contrario sensu, el “hacer”, identificando el verbo con la cualidad de gobernar con medidas positivas y obras beneficiosas para el común, pasa a constituir el elemento variable de la gestión pública. 
De tal manera tenemos que, según el imaginario general, el robo es el elemento permanente del hecho de gobernar, y la gestión positiva es el elemento variable (que puede o no estar).
El silogismo es una forma de razonamiento deductivo que consta de dos proposiciones como premisa y una tercera como conclusión.
En la construcción social argentina del silogismo gubernamental, la premisa mayor es: “todos los gobernantes roban”; la premisa menor: “fulano es un buen gobernante”; la conclusión: “fulano roba pero hace”.
Seguro es que los del extremo Sur del continente, como sucede también en muchas partes del mundo, no tenemos buen concepto de la política y tampoco de la gestión pública. Es que, además de que los propios políticos y funcionarios muchas veces hacen lo necesario día tras día para ser merecedores de la desconfianza, no menos cierto es también que como sociedad canalizamos nuestras frustraciones, nuestros fracasos, nuestros infortunios, en el eslabón más débil de nuestra propia escala de valores: la política y los políticos. Es decir, resulta fácil echarles la culpa, aunque no la tengan.
A la hora de votar, entonces, no es la cualidad moral de un candidato lo que represente un peso decisivo en la balanza de nuestras preferencias electorales, suponemos de antemano que casi todos en mayor o menor medida utilizarán los dineros públicos para fines privados o políticos. 
La historia seguramente ha marcado muchos hitos de corrupción pública que sirvieron para construir esa especie de determinismo anómico que campea en la sociedad en general.
Pero tuvimos también, de tanto en tanto, casos de gobernantes destacados por su honradez, como el del presidente Arturo Illia, pero nuestro imaginario los tiene cómo poco hacedores, abúlicos, ineficientes. Verdad o fantasía, es casi una afirmación que no necesita el contraste con los hechos, sino con nuestras propias concepciones mentales, nuestras creencias casi ancestrales.
Por nuestra historia, por nuestra idiosincrasia, por nuestra realidad, para los argentinos existen dos categorías de políticos y gobernantes: el ladrón y hacedor, en un mismo cuerpo, y el honesto e inútil en otro. Es una suerte de disyuntiva de hierro: o tomamos el camino del ladrón eficiente o transitamos el sendero del honrado inservible.
Este Gobierno mucho ha contribuido a consolidar ese juicio casi atávico del ser argentino. Es que, luego de la caída vertical de 2001, con mayor o menor viento de cola en las condiciones internacionales, ha sabido mantener un rumbo económico relativamente estable y provechoso para amplios sectores de la comunidad. 
Pero a la par, como nunca antes, ha sido tan sospechado de corrupción, de manejo oscuro de los fondos públicos, de enriquecimiento inexplicable de sus funcionarios. No conocemos en la historia argentina un incremento del patrimonio declarado de un presidente en ejercicio tan geométrico e indisimulable como el sucedido con la pareja presidencial en estos últimos doce años.
Estos dos hechos del presente siglo, unidos, nos representan el prototipo del drama institucional en nuestro país, ese karma irredimible que nos persigue, ese determinismo ético que nos envuelve, ese teorema existencial de resultado cantado: a mayor gestión, más corrupción.
En este punto debemos introducir otro elemento de análisis, cual es que la corrupción pública no depende exclusivamente de la mayor o menor honradez individual del gobernante; existen además condiciones objetivas que coadyuvan a que un gobierno sea más o menos corrupto. 
En nuestro país, tres son sus principales causas tributarias: Estado grande y gastador, como consecuencia de la gestión populista; falta de funcionamiento de los mecanismos republicanos de control, y tolerancia social para el funcionario deshonesto (el famoso “roba pero hace”).
La ONG Transparencia Internacional se dedica hace tiempo a informar el “índice de percepción de la corrupción pública” en los distintos países, una suerte de “sensación térmica” que las personas de una comunidad tienen acerca del grado de corrupción de sus gobiernos.
En una escala de 0 a 100, entre 175 países, los gobiernos que sus ciudadanos perciben como más transparentes son los de Dinamarca, Finlandia y Nueva Zelanda, y los más corruptos son Sudán, Corea del Norte y Somalía. Argentina está en un poco edificante lugar 107. Pero a nivel subcontinental, de 22 países, el nuestro está entre los más corruptos, apenas por encima de Paraguay, Ecuador y Venezuela.
No es casual que los gobiernos populistas de la región se presenten como los más corruptos, incluido el de la Argentina. La explicación: los populismos suponen un Estado grande, omnipresente, de elevado gasto público, en suma, un Estado gordo e ineficiente al que fácilmente pueden sustraérsele los dineros públicos.
La segunda explicación en el país es la impunidad, que surge de un congreso apenas virtual, organismos de control inexistentes y un Poder Judicial que si bien resistió el intento de copamiento con las leyes de “democratización”, muchos de sus integrantes fueron colonizados por un Poder Ejecutivo invasivo y determinado a someterlo, para obtener patente futura de inmunidad penal. 
La tercera razón está en nosotros mismos, en el voto resignado que ejercemos.
Entonces, ¿qué disyuntiva nos presenta el próximo turno electoral a los ciudadanos? ¿La continuidad del modelo “roba pero hace” o la vuelta al esquema de “no roba pero no hace”?
Esta manera de presentar la opción electoral es una estrategia para alertar al cerebro electoral de los ciudadanos con la crudeza de las definiciones. 
Tal vez ha llegado el momento en que entendamos, de una vez y para el futuro, que no podemos seguir entrampados en nuestras propias singularidades, en el fatalismo de pensar que no podemos salir del “roba pero hace”, que es posible unir en una misma gestión gobernante la virtud y la eficiencia, la moralidad y la gestión, la trasparencia y las obras. 
Agosto y octubre son los meses en los que el ciudadano debe hablar, clara y valientemente. Después vienen cuatro años que pueden convertirse en un largo calvario.

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