El Guasón, uno de los personajes villanos de las películas de Batman. Foto: Archivo El Litoral
Estanislao Giménez Corte
estanislaogc@hotmail.com
http://blogs.ellitoral.com/ocio_trabajado
I.
Como buen “noventoso” que se jacta, recuerdo con gran precisión algunas buenas cosas de esa década, con la misma intensidad con la que olvido mucho de lo que pasó en los 2000 y después. Suelo contraponer y/o relacionar cualquier manifestación artística con las de esos años -hermosos en mi imaginario- en un rictus que me acerca peligrosamente al modo de operación de las personas mayores, cuya memoria se encuentra, rígida, cada vez más atrás en el tiempo, de modo tal que se hace casi imposible sortear el “todo tiempo pasado...”, atroz aforismo con el que desacuerdo completamente y sin embargo.
La música, los libros, el cine, los acontecimientos de esos años, de modo comprensible por la edad que tenía entonces -la primera juventud- resuenan todavía, vívidos, en mi ánimo. Algunos días, cuando navego lastimosamente por las redes sociales, y en particular cuando observo algunos usos de algunas personas, vienen a mi memoria dos temas y, más precisamente, dos secuencias visuales de pocos minutos, clásicos de la época. Una es del grupo Soundgarden y se llama “Black Hole Sun”: ésta muestra unos rostros relucientes de pómulos rellenos, en unos primerísimos primeros planos incómodos; muestra una belleza hiperproducida y posada en rasgos que se van desfigurando a causa de la insistencia en sonreír exageradamente: una mueca torna los rasgos faciales de modelos en máscaras espantosas y genera progresivamente el efecto contrario al pretendido por la belleza industrializada, su lado siniestro. Otra es del grupo REM y se llama “Imitation of life”: allí, en una suerte de escenario grotesco y ostensiblemente mal armado (como en una parodia del teatro), personajes variopintos festejan y bailan aparatosamente en una escena un tanto perturbadora. En los dos casos, creo, se denuncia una suerte de desmesura, de exageración; la pose, el grito histérico de gentes que se muestran, que hacen, que dicen, sólo para que los vea el otro o para ser capturados por una cámara. Casi como un signo de los tiempos, las redes sociales parecen seguir algo de esos patrones, ahora, imponiendo una máxima no escrita pero ostensible: ¡mirame!, dicen las gentes... perdón, decimos desde las redes, afónicos de tanto gritar.
II
En las redes (sólo a veces y dependiendo de los usos) parecieran distinguirse ciertos rasgos: por un lado, el modo en que la ausencia física se transmuta en presencia virtual, como si se sobreentendiera que a mayor aislamiento o encierro lo sucediera una creciente necesidad de “publicación”; por otro, el eventual uso como canalizador de acontecimientos cotidianos se transforma en un modo de desesperado grito de aprobación, de presencia, de existencia incluso. Así en muchas personas la utilización ocasional de una herramienta maravillosa deviene en una cierta compulsión, en una adicción, en una desesperación. En la inmersión voluntaria en una carrera desquiciada para decir: acá estoy yo/soy muy feliz/miren todo lo que hice/miren lo que tengo/miren lo que soy. Las redes, así como muestran muchas cosas necesarias y trascendentes, también nos muestran, dicen cómo somos en los usos que les damos. Aunque indirectamente, nos definen, trazan un perfil que escapa a nuestra voluntad de publicación y que está en la lectura que los otros hacen de nosotros.
Entre muchos otros, podemos aludir a tres fenómenos: las diferencias, las distancias existentes entre vida física y la vida virtual (que a veces no se corresponden o se autoanulan); la compulsión a publicar de formas alarmantes “todo” lo que hacemos; la violencia subyacente en comentarios y encendidos debates político/ideológicos (de estos y otros temas hablamos en nuestros textos anteriores “Una catarsis sin cuerpo” y “Nota sobre la desaparición del acontecimiento”).
Las redes, acordes a su espíritu público y a la facilidad y velocidad de reproducción, muestran todo desde una voluntad individual inicial, pero a la vez, por deffault, señalan o enfatizan el reverso, la otredad, lo no dicho por nosotros pero que se nos cuela entre los dedos. Vemos la edición/los colores/los ángulos pero a la vez adivinamos un hueco, un foso, una distancia que se observa a veces, enorme, insalvable, entre las publicaciones que puede hacer una persona y su propia (y real) existencia; si se permite la comparación, es una distancia equivalente a la existente entre la publicidad de un producto y el propio producto en cuestión. De modo que allí hay en ciernes una suerte de industria publicitaria de la propia persona, con resultados a veces muy contrarios a su intención.
III
Podemos pensar en ello como una de las consecuencia involuntarias y laterales del star system y del modo en que la industria cultural (los medios de comunicación, la publicidad, el cine, las revistas) importó un “modo de mostrarse” que las gentes toman para sí y asumen como propio. Mujeres y hombres adolescentes y adultos, profesionales, secretarios, responsables gentes del mundo laboral y demás, entonces, muchas veces imitan o quieren imitar los perfiles fotográficos de modelos y actores, a menudo tristemente. De forma que ya no sólo se observan situaciones a veces curiosas, sino que se produce quizás la mayor distancia posible entre lo-que-esa-persona hace en su vida (supongamos, docente, abogado, empresario) y lo-que-esa-persona-muestra (fotografías y videos vinculados a la estética de las revistas del corazón y la farándula). Se me dirá que se trata de diversión/provocación o simplemente que la persona no sólo es eso (su trabajo); claro, pero ¿no resulta extraña esa metamorfosis entre un ámbito y el otro, este pasaje entre las formas de la vida convencional y la imitación de la fotografía de prensa? Y ¿no resulta curiosa esta imitación, más propia quizás de una conducta adolescente que de personas bien entradas en la adultez? Vemos, todo el tiempo que, como en las publicidades, hay en las publicaciones propias de las redes sociales una necesidad exacerbada de mostrar y demostrar (una felicidad, un cuerpo, unos objetos, unas propiedades, unos logros) como en la hoguera de vanidades, como la de una egolatría en desarrollo.
Las gentes gritan en las redes qué lindo, qué bueno, gracias, soy feliz y en todas estas manifestaciones, claro, hay una construcción, un modo narrativo en una vidriera que comparte cándida y hermosamente algunas cosas y que en otras establece una velada competencia, unos celos, unas violencias no dichas, una ostentación sugerida. La selfie es la síntesis perfecta: la necesidad de mostrar y mostrarse a la enésima potencia para decir: yo también/yo estoy/yo soy/yo tengo; el propio cuerpo como ostentación, antaño reservado a modelos y actores, domina las redes. Podríamos preguntarnos qué nos devuelve ese espejo deformado, nuestra propia elaboración a gusto y placer que, como sucede siempre, podemos controlar sólo hasta el límite en que el otro nos recibe. No podemos controlar lo que piensa; quizás ve exactamente lo contrario y, como las canciones del inicio, en nuestro intento desmesurado de mostrarnos sonrientes, bellos y felices, aparecemos ante sí como personajes de dudoso equilibrio emocional, casi como el personaje del cómic de la sonrisa intimidante.