La reacción política de Cristina Kirchner frente al nuevo gobierno expone una matriz ideológica que invoca una hipótesis guerrera como legitimación del poder. Y concibe al Estado -confundido con el gobierno- como organismo totalizador de la libertad, de la cultura, de la opinión, en un proceso dialéctico en el que los extremos son siempre “ellos” o “nosotros”.
Esta clase de pensamiento registra una larga historia e influencia en el transcurso de la humanidad, y desde sus orígenes ha opuesto a los intentos transformadores de la sociedad visiones descalificatorias, conservadoras, instaladas en el espíritu tribal, que garantizan la permanencia de las ganancias y beneficios obtenidos en el marco del inmovilismo social. En estos casos, la retórica de los gobernantes y la parafernalia comunicacional del poder tienden a congelar una realidad que los favorece, sin importarles demasiado las penurias y sufrimientos de la gente.
Todos los grandes dictadores de la historia, abrevaron en esta concepción, desde los emperadores de la antigüedad a los monarcas absolutos de la Edad Moderna, pasando por la diversidad de déspotas del medioevo. El límite a su arbitrariedad comenzó a construirse con la guerra de la independencia de los EE.UU. y la revolución francesa, ambas en el siglo XVIII.
La institucionalidad republicana, producto de la fractura política de la modernidad con el pasado, y el advenimiento dificultoso, pero firme del constitucionalismo liberal, permitieron al mundo occidental avanzar en la limitación de los poderes del Estado y sus gobernantes. Lo hicieron mediante cartas constitucionales que garantizaron a los ciudadanos sus derechos y libertades, y efectivizaron su vigencia a través del rol protector y restitutivo de una Justicia independiente.
Esta lógica productiva, traducida en normas eficientes que motorizaron un desarrollo hasta entonces desconocido, fue desafiada en el siglo XIX por el “Manifiesto” de Carlos Marx, que logró una importante penetración ideológica en quienes reclamaban la limitación del capitalismo. El pensador judeo-alemán habla de un supuesto curso inevitable de la historia, que termina en una sociedad sin clases como producto de una revolución social que significaría el fin de la burguesía y su sustitución -en primera instancia- por un Estado representativo del proletariado.
Para concretar ese cambio resultaría necesario sustituir a la democracia republicana por un gobierno fuerte, que represente y tutele los intereses populares en detrimento de los privilegios burgueses, siendo ése, según Marx, el rumbo inexorable del mundo. Esta visión quedó claramente opacada por la debacle del mundo comunista, que hizo crisis en 1991, y se tradujo en la Glasnost y la Perestroika, acomodamiento político y económico que produjo la desarticulación territorial de la Unión Soviética, y la pérdida -nada menos- que del 50 por ciento de su producto interno bruto.
Entre tanto, en América Latina, la experiencia cubana, que en su aislamiento inmovilista condenó a su pueblo al sufrimiento y el atraso -del que ahora intenta salir-, y la revolución bolivariana en Venezuela, que con su pretendida representación del socialismo del siglo XXI ha sido otro desastre, no han conseguido sus declamados propósitos.
La cara occidental de la profecía histórica moderna, protagonizada por la tesis de Francis Fukuyama en su libro “El fin de la historia”, reflejado en la derrota del comunismo en sus propias sociedades y el triunfo universal del capitalismo liberal, proyectó un deseo incumplido. Es que la sociedad no responde a un predeterminado hilo conductor, sino a la diversidad de sus protagonistas, que la construyen día a día con sus éxitos y sus fracasos, en la multiplicidad de sus cerebros, que albergan infinitas combinaciones de acuerdos y desacuerdos. Así se erigen, en realidad, sociedades que buscan construir su futuro mediante el ejercicio de sus libertades, incluidas las paradojas que tal proceso supone.
El nacionalismo populista, embudo de frustraciones equivalenciales, aprovechado convenientemente por una retórica fracturista, ha sido el colectivo al cual se subió buena parte de los reclamos insatisfechos de porciones de la sociedad. Al resultante concepto de “pueblo”, sigue la alineación con un liderazgo, que primero promete y dibuja soluciones, y luego, mediante una prédica dicotómica y fracturista, ideologiza al aglomerado, transformando sus reclamos y frustraciones en una relación políticamente subordinada a los dictados y caprichos del líder, quien presuntamente es el único camino para obtener la soluciones que esperan.
“El relato”, “Vamos por todo”, “Cristina eterna”, “A Cristina se la escucha, no se le habla”, son extremos de una visión absolutista del liderazgo; una visión que ha invertido los términos de su origen, donde el gobierno, en lugar de servir al pueblo que lo legitima, transforma a éste en un servidor de sus excesos y confrontaciones.
Ese nacionalismo populista es el retorno a la tribu, a las viejas prácticas defensivas y de la venganza frente a las otras tribus, a las que hay hacerles la guerra y dominarlas. Como se ve, idea muy alejada de la construcción de una república moderna basada en el logro de consensos y acuerdos necesarios para generar los cambios progresivos que, en sus efectos, mejoran la vida de las personas.
La democracia no es un sistema perfecto y está atravesada por numerosas paradojas. Pero es la mejor manera de sustituir de modo incruento a gobiernos desgastados, fracasados, o que han cumplido su ciclo, para dar lugar a la recreación de las expectativas, de las esperanzas de la sociedad que siempre se activan ante la perspectiva de una nueva conducción.