Muchos argentinos ven a Daniel Scioli como un hombre de diálogo. Se trata del mismo que rehusó participar en el debate de candidatos presidenciales del 4 de octubre, pese a que debatir es un hecho que representa la “conversación política” por excelencia.
Como era de esperar, ningún exponente de los disciplinados cuadros kirchneristas se mostró mortificado por esa actitud del actual gobernador bonaerense, cuya candidatura deben digerir a duras penas por obra y gracia del poderoso dedo presidencial (que, también a disgusto, tuvo que moverse en la dirección de lo indicado por las preferencias ciudadanas).
Es que la política criolla contemporánea está plagada de paradojas y contradicciones. ¿Será por eso que están tan de moda el transfuguismo y la liviandad discursiva? Ambos fenómenos reflejan una clara muestra de que nadie cree hoy que la coherencia sea un valor relevante.
Tras el papel casi excluyente de la fría tecnocracia y sus verdades reveladas en la década de 1990, el tan promocionado retorno de la política al centro de la escena pública –que el kirchnerismo sitúa en 2003– no sirvió para fomentar el natural hábito del diálogo y la discusión de ideas, sino que estimuló la vieja maña criolla de la imposición.