Los dilemas del poder

Rogelio Alaniz

“Debemos saber si los franceses quieren reconstruir a Francia o echarse a dormir. No la pondré en pie sin ellos”. Charles De Gaulle

La confrontación y el antagonismo parecen ser las constantes de los tiempos que corren, pero las soluciones que proponen los candidatos con posibilidades de llegar al poder parecen estar signadas por la moderación y el consenso. Pareciera que la respuesta a un ciclo de crispaciones y conflictos debe desarrollarse bajo el signo del acuerdo. Los candidatos -incluso los oficialistas- se esfuerzan por presentarse como dirigentes mesurados, portadores de un discurso contenedor. Pienso en Scioli, Massa, Macri, Cobos, Sanz.

La excepción a esta línea podría ser Elisa Carrió, titular de un discurso que además de confrontativo y díscolo se propone objetivos regeneracionistas. Su prédica política también produce efectos contradictorios. La gente no la vota pero quiere escucharla, se siente representada por sus palabras, pero esas palabras no se traducen en una licencia para el poder. Es raro, pero es así.

Respecto de ella, se dice que su lugar es la crítica, el control, la fiscalización, pero no la responsabilidad de un cargo ejecutivo. Puede ser. Lo que en todo caso hay que preguntarse es si esa relación contradictoria que mantiene con la sociedad es representativa de una contradicción más profunda, o es simplemente la consecuencia de una dirigente dueña de una notable inteligencia política, una persona que cuando la escuchamos, más allá de nuestro acuerdo o desacuerdo con lo que dice, no podemos dejar de escucharla porque pareciera que sus palabras impactan en nuestra subjetividad política.

¿Quién expresa las tendencias profundas de la sociedad? ¿Los que consideran que para resolver los problemas históricos del país es necesario extremar los conflictos o aquellos que estiman que la solución pasa por suavizar las tensiones y pacificar los ánimos? Una sociedad moderna es aquella capaz de integrar las tensiones del conflicto con los beneficios de los acuerdos. Es verdad que ningún orden social puede resistir la tensión de conflicto permanente, pero no es menos cierto de que no existen sociedades armónicas donde todos están de acuerdo.

El antagonismo sistemático conduce a la disolución nacional y puede ser la antesala de la guerra civil; la pretensión de un orden armonioso, además de utópica, suele ser la entrañable fantasía de los dictadores. En todos los casos, se trata de pretensiones y diagnósticos equivocados.

El kirchnerismo dejará un país desgarrado por las tensiones, los conflictos y la resurrección de odios añejos y rancios. En situaciones límite, esto puede justificarse desde el punto de vista histórico cuando ése fue el precio a apagar para fundar o refundar una nueva nación, o un nuevo orden político y social. ¿Qué decir cuando tanto ajetreo, tanto derroche de confrontación y de violencia no tuvo otro justificativo que la acumulación personal del poder y el enriquecimiento obsceno de sus principales dirigentes?

Lo grave no es sólo la resurrección de contradicciones que se suponían superadas, lo grave son los vicios acumulados y los demonios desatados. Una sociedad civilizada se sostiene sobre hilos muy delgados. Un exceso de violencia, una actitud deliberada de alentar el odio y la urdimbre se quiebra. Y la quiebra arrastra a la nación, y puede significar el retorno a tiempos facciosos donde todos salen perjudicados porque en semejante clima no es posible la generación de riqueza, la creación cultural e incluso la noble aspiración de una sociedad que progresivamente marche hacia horizontes de libertad y justicia.

La pregunta a hacernos en este caso es si dirigentes cuya exclusiva virtud es la moderación podrán hacerse cargo de un país donde la moderación es indispensable para gobernar, pero no alcanza para resolver la intensidad de los conflictos que se abrirán una vez que los Kirchner dejen el poder. El escenario es de por sí inquietante. Aparecen en él poderosos grupos económicos acostumbrados a lucrar desde el Estado, corporaciones económicas y sindicales dispuestas a reclamar sus beneficios sectoriales, una densa y abigarrada red de piqueteros absolutamente convencidos de que su exclusivo instrumento de lucha es el corte de calles y rutas y la práctica de la refriega callejera. Capítulo aparte merecen la corrupción en las estructuras estatales, la captura por parte de corporaciones y grupos de poder de atributos del Estado; hábitos consolidados desde hace mucho tiempo, por lo que se hace muy difícil explicarle a sus promotores, cebados en esa inercia perversa, que esa lógica está equivocada y que un orden político debe construirse sobre la base de otros cimientos. Como bombón del postre, agreguemos la inseguridad, es decir, la corrupción de las fuerzas de seguridad en complicidad con jueces y fiscales. Y como para que nada falte a esta mesa servida, sumemos a la bandeja la presencia cada vez más evidente y agresiva del narcotráfico.

Me parecen muy bien la moderación y los buenos modales como puntos de partida para diferenciarse de un pasado bochornoso, pero queda claro que a la hora de gobernar se necesita algo más que buenos modales, sonrisas fosforescentes y promesas edulcoradas de un orden al que idílicamente se podría acceder a través de un autopista sin baches, sin curvas y con amplias banquinas.

Es verdad que a la sociedad hay que trasmitirle señales de paz, porque esos sentimientos son deseos profundos de la gente, pero a la hora de pensar la política, los dirigentes deben saber que gobernar es comprar problemas. Todo gobernante con dos dedos de frente sabe que no hay manera de rehuir los conflictos, porque éstos hacen a la dinámica misma de una sociedad pluralista, con diversos centros de poder e intereses encontrados. En todo caso, los conflictos a asumir en el futuro se diferenciarán de los del pasado en que en lugar de alentarlos, lo que se hará es aceptarlos como inevitables con el objetivo de resolverlos.

¿Contamos con gobernantes capaces de asumir estos desafíos? También en este tema los comportamientos sociales suelen ser equívocos. Se prefieren candidatos que hablan bien, exhiben buena pinta o un pasado interesante, pero sin desmerecer estos atributos, lo que debería saberse de cada candidato es con qué equipos cuenta para cumplir sus promesas. No hace falta decir verdades generales al estilo de terminar con la pobreza, asegurar la felicidad de todos y otras generalidades por el estilo. Lo que importa de un candidato es saber cómo se van a cumplir algunos de esos objetivos, objetivos que no tienen que ser enormes; por el contrario, en algunos casos pueden ser mínimos, pero de posible realización ante los ojos de una sociedad decidida a acompañar procesos graduales de cambio que arranquen a la sociedad del anacronismo, pero que al mismo tiempo no la coloquen al borde del abismo o la sometan a la tentación de un salto al vacío.

Recuperar la institucionalidad es la consigna, pero las instituciones no son entes abstractos, conjugan relaciones sociales y están hechas por hombres. Hace falta gobernar con equipos, con personas que en cada una de las áreas del gobierno sepan muy bien lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo.

También en este aspecto están presentes algunas contradicciones que debe saber resolverse. Los equipos técnicos son necesarios, pero el gobierno no está en manos de los técnicos sino de un político, de un jefe de Estado que sepa conducir, esto quiere decir que sepa movilizar cuando sea necesario y contener cuando las situaciones lo impongan. La tensión entre un gobierno republicano y democrático obligado a tomar decisiones difíciles se resuelve atendiendo a diferentes consideraciones, pero una de ellas es la capacidad de liderazgo del presidente. Sin esa presencia, sin esa grandeza de espíritu, todos los demás logros pueden correr peligro.

Alguien dijo alguna vez que la unificación de lo consciente con lo inconsciente se llama inspiración. Si así fuera, me siento tentado a postular que el político que necesitamos es aquel que logre instalar la inspiración en la historia.

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