¿Qué vuelve argentina a la literatura argentina? ¿Hay algo que la defina como argentina? ¿Algún rasgo, alguna identidad última? La respuesta remite a la pregunta y a su error: es una pregunta mal formulada. Podría decirse, sí, que existen diversas tradiciones argentinas y, entre ellas, una que incluye, desde el comienzo, a la disputa, la discusión, la dimensión agonística. Y a la locura. La Argentina, su literatura –pero no solo su literatura– es un territorio en permanente combate interno, siempre irresuelto, que salta de altercado en altercado, de debate en debate. Esta posición de controversia no me es en absoluto ajena y diría, casi, que la encuentro seductora y vital. Tengo envidia de los escritores franceses o alemanes que no dudan en hablar en términos de literatura francesa o alemana; firmes y seguros de que algo con ese nombre existe. A nosotros –o al menos, a mí– no nos ha sido dada esa convicción, y en cambio sabemos que sí existe la pregunta acerca de la existencia misma de la tradición. Pues, ¿existe la literatura argentina?
Si la literatura es un combate de tradiciones es porque la tradición es ante todo una construcción que se reactualiza en cada nuevo combate, en cada nuevo clivaje. No hay una tradición identitaria que fije a la literatura y a la cultura en una dirección unívoca, más allá de que es muy sencillo encontrar los diversos momentos históricos en que se intentó tal reducción. Por lo tanto, puede pensarse a un escritor argentino, a cualquier escritor argentino, y por ende a mí mismo, en la bisectriz de diversas pujas, estrategias y linajes irresueltos. En Argentina el polemos se hace siempre presente y aquí estamos, invocando su fantasma.
En ese mapa hay al menos una tradición argentina que sí me interesa, sobre la que vuelvo una y otra vez, con la que nunca dejo de discutir. Es una tradición que reaparece una y otra vez, y que ha dado parte de lo mejor –si no lo mejor tout court– que escribió la narrativa argentina. Es una tradición que no solo discute con otras tradiciones argentinas, sino que discute con ella misma: se formula como ruina, como lo arruinado, como el vestigio de lo que pudo ser y no fue. No ruina como lo que viene después –primero el edificio y luego su ruina– sino como condición de posibilidad misma para pensar. Primero la ruina y luego la tradición argentina. Es un camino sin centro, una constelación sin intersecciones, una comunidad imaginaria, o también un “grupo sin grupo”, si no fuera que esa hermosa definición ya fue dada antes en México, respecto a los Contemporáneos. Dicho de otro modo: es una tradición que no existe. Que no existe en realidad. Y entonces, nos toca a nosotros crearla, inventarla, darle espesura intelectual. No es un capricho. No es arbitraria. No es intercambiable con otras tradiciones. Es una poderosa operación de lectura, un acto estratégico que proviene de la historia nacional –y del debate acerca de si existe una historia nacional– que desemboca en la construcción de un imaginario literario.
Esa tradición argentina aúna, en un solo movimiento, una dimensión política y otra de excentricidad. Es una tradición loca, rara, inclasificable, y que a la vez se plantea –de un modo erudito– las preguntas más radicales sobre el estado de la frase, sobre el estado de la prosa. Excéntrica y política, lo que la vuelve política es precisamente su excentricidad. No hay que entender aquí a excentricidad como sinónimo de frivolidad, esnobismo, arbitrariedad o superficialidad, sino todo lo contrario. Excéntrica es la topografía, el lugar en el mapa de la más radical literatura argentina, y ese lugar lateral, descentrado, menor, es el que le permite leer en clave política el estado de la frase. Porque de eso se trata. De la pregunta por la frase. De la pregunta por qué palabra sigue a qué palabra, y qué otras palabras se descartan. Y cómo esas palabras forman una frase. Y qué frase continúa a esa frase, y cómo las frases hacen sentido. Esas preguntas –las preguntas fundantes de la literatura moderna– reaparecen de una u otra forma en esta tradición, y es en particular esa pregunta la que vuelve política a la literatura. Una novela no es política porque hable de dictadores, ni social porque hable de narcotraficantes, ni filosófica porque aparezca Heidegger como personaje. Esa sí es la solución sencilla, trivial. Insignificante. Es la literatura que viene preparada para ser reproducida, publicitada por el mercado (¡La gran novela sobre Argentina!, solo porque aparece el dictador Videla o un desaparecido.) Lo que vuelve política a la literatura es la pregunta por la frase. La decisión sobre qué palabras y qué frases es lo que vuelve político a un texto. Esa pregunta, y esa tradición, por supuesto, abarcan a muchas literaturas. Pero en esta tradición de excentricidad argentina está presente, y es especialmente productiva.
Tomemos dos casos, dos nombres, dos siglos: el xix y el xx. Sarmiento y Borges. Sarmiento escribe Facundo. Civilización y barbarie, libro clave en el pensamiento argentino y latinoamericano. Pero ¿qué esFacundo? ¿A qué género pertenece? ¿Es un ensayo? ¿Una novela? ¿Son sus memorias? ¿Integra la tradición del exotismo? ¿Un Tocqueville a la argentina? ¿Es lo que hoy llamaríamos “una crónica”? No lo sabemos. Con seguridad es todo eso. O tal vez no. Y sobre todo: no importa. La extrañeza inclasificable de Sarmiento produjo efectos radicales sobre el pensamiento y la literatura argentina, evidentes aún hoy.
El escritor más grande de la literatura argentina del siglo pasado –Borges– nunca escribió una novela. Despreció el género canónico por excelencia, y se dedicó a escribir cuentos, que muchas veces ni siquiera son eso; son “ficciones”, relatos breves, misceláneas, reescrituras. Fragmentos. En “El escritor argentino y la tradición” plantea de manera explícita su lugar (que en su megalomanía era equivalente a decir “el lugar de la literatura argentina”) en la topografía: inserto por completo en la literatura universal, pero desde el margen, en la orilla, en un pliegue. En un recodo. Diversos y por momentos incluso antagónicos, sin embargo Sarmiento y Borges integran esa tradición –esa tradición siempre por inventarse, siempre por venir: la tradición queda en el futuro– que hace de la extrañeza, lo inclasificable, el gusto por lo menor, por lo raro, por lo excéntrico un gesto político (Ezequiel Martínez Estrada, por supuesto, entre otros, también forma parte de esta constelación, pero prefiero dejar aquí para no desviarme demasiado: la digresión es mi destino).
Esta tradición argentina que aúna excentricidad con política discute entonces con la larga tradición argentina que busca una literatura “normal” (sueño que también alcanza a la política: en cada elección, suele ganar el candidato que propone que Argentina sea un país normal. ¿Pero a quién le interesaría vivir en un país normal? ¿Tener una literatura normal?). Normal aquí adquiere varias aristas, pero detengámoslos en al menos dos: una, que funciona bajo la ilusión del mainstream. La tentación de una literatura que llegue a las clases medias (la existencia de grandes clases medias ilustradas es uno de los mitos risueños nacionales: ¡nuestra gran diferencia con el resto de América Latina!). De Sabato a Osvaldo Soriano, de Cortázar a la mayor parte del catálogo de la editorial Planeta en la década de 1990, con todas sus evidentes diferencias, son literaturas que sueñan con tocar la veta sensible de una clase media que se siente en ascenso social.