¡qué poco dura la vida eterna!", canta Joaquín Sabina. Y con sabiduría y no por casualidad domicilia sus versos en Buenos Aires.
La elección del primer papa argentino fue, apenas, un rato (o un rapto) de ilusión colectiva. La euforia por el boom turístico durante el fin de semana más largo de la historia fue demasiado corta.
Una lluvia apocalíptica cortó por un instante el pensamiento mágico. Borró sin aviso y sin permiso las promisorias señales que creíamos que el destino nos emviaba para 2013 a los argentinos. Autorreferenciales como siempre, egomaníacos como nunca. Bergoglio, papa; Máxima, reina, y Messi, indestructible.
Tantas señales venían a confirmar otra vez que Dios es argentino. Que siempre hay un milagro capaz de rescatarnos, mientras caemos por el abismo que elegimos y cuando ya estamos a punto de estrolarnos contra el piso que, sin darnos cuenta, buscamos. Que siempre habrá un designio superior para darnos una vida extra cuando la economía, la política o la naturaleza ya nos cantaron game over . Y, sobre todo, venían a convencernos definitivamente de que nos lo merecemos porque, como dice el eslogan oficial, "Argentina, [es] un país con buena gente".
Pero la paradoja siempre está agazapada esperando en algún rincón del país. Y cuando lo inexplicable llega, aparecen los pedidos de explicaciones, las demandas reprimidas, las preguntas de por qué y, sobre todo, de por qué a mí. Reclamos que no se hicieron cuando era y había tiempo para razonar o preguntarse qué hicieron y para indagar qué harán los que piden representarte, los que cobrarán un sueldo gracias a tu voto, los que no tendrían poder si no se lo diéramos, los que deben ser responsables de tu bienestar y del de todos. Reclamos que se ahogan cuando se apagó el último foco del incendio, que se evaporan cuando se escurre el agua de las casas. Especialmente si la casa inundada no es mía ni tuya, sino del otro.
Hay fatalidades climáticas. Innegable. Pero también hay políticas equivocadas (o perversas) y respuestas agraviantes. Indiscutible. Hay sensibilidad genuina. Conmovedora. Pero también hay cálculo mezquino. Evidente. Hay solidaridad en la desgracia. Reconfortante. Pero también hay imprevisión, desidia, impericia y corrupción durante la normalidad. Intolerable. Inaceptable. Imperdonable. Situaciones y adjetivos que describen y que califican, pero no sorprenden. La sensación de que la desgracia, lo imprevisto y lo indeseable acechan a la vuelta de la esquina ya son parte de la normalidad en la Argentina. No de ahora. Hace demasiados años que la excepción es norma, que la arbitrariedad es ley y que la previsión emigró de estas tierras.
El país de la satisfacción inmediata y para todos paga altos dividendos, pero no es gratis, al menos, para siempre. Ese país demanda gastos hoy y exige postergar cosas para mañana. Y el mañana siempre llega con facturas viejas que jamás se vencen. Con las cosas que antes no se veían y ahora no hay manera de dejar de mirarlas y de horrorizarnos.
Es inevitable. Cuando el largo plazo se reduce a poder terminar sin sobresaltos un fin de semana largo, "¡qué poco dura la vida eterna!".