Siempre sospeché que en el mundo habría otras hijas de dueño de telo de pueblo errando entre el estigma y la anécdota, más o menos contadoras de historias, sobrevivientes a la biografía extraña, parecidas a mí aunque diferentes. Sin embargo, desde la aparición de El telo de papá, la novela que me publicó Random House en 2013, no me había cruzado con ninguna.
El único país en el que me crucé con una cultura ho-telera tan vasta como la argentina fue en Japón. Acaso, pensé la primera vez que estuve ahí, porque para ellos es un territorio de escape a esa forma estricta de ser japonés, donde la sociedad se vigila a sí misma con una rigurosidad asfixiante. Sin embargo existe este trazo posible entre nuestros dos países, ubicados en las antípodas, que terminan tocándose en el paralelismo insólito de la industria del hotel alojamiento. Nosotros decimos “telo”, “motel” y más allá en el tiempo se habló de “amueblados”; ellos le dicen “rabuhoteru” en japonés o también “love hotel”, en inglés. Y ahí donde nosotros cultivamos el erotismo en habitaciones insólitas como la Baticueva o la Tumba del Faraón, ellos derrapan otro tanto en las de Hello Kitty sadomasoquista o la recreación de un vagón de subte o de un salón de clase.
Primera carta. Terminando el 2013 recibí un mail de mi amigo Eduardo López Herrero, un traductor del japonés al castellano que vive en Tokio hace treinta años y que había leído El telo... La parte del mail que nos importa ahora decía: “...la obra ganadora del premio literario Naoki (uno de los más prestigiosos de Japón) de este año es una serie de cuentos ambientados en un telo de un remoto paraje en Hokkaido. Se llama Hotel Royal y no pude menos que comprarlo y empezar a leerlo, era irresistible la comparación”.
Al principio me quedé estupefacta y después pasé por diferentes estados: miedo a la existencia comprobada de mi doppelgänger, mi doble, angustia ante el posible contraste de nuestros libros, ansiedad por comprender si este paralelismo era el final de la historia o apenas un comienzo. Me preguntaba obsesivamente qué tenía que hacer yo con esta información y pasó tiempo hasta que me di cuenta de que debía buscarla, debía conocer a Shino Sakuragi, la autora de Hotel Royal, y contarle, como fuera, que acá, del otro lado del mundo, una hija de dueño de telo de pueblo había pasado por lo mismo y que también había hecho ficción al respecto.
A través de vínculos improbables con la Embajada Argentina en Japón, recibí un mail indicándome que tenía que escribirle una carta manuscrita a Shino Sakuragi, que era la forma protocolar de tomar un primer contacto. Cien borradores después, tuve una versión de esa primera carta que al leerla no me incitaba al seppuku. Tenía la sensación de estar equivocándome en todo: el tono era de aspiración japonesa, con un tipo de protocolo epistolar que yo intentaba seguir creyendo que aportaba entendimiento pero sospechaba estar corriéndome desde el eje hacia el papelón. ¿Qué iba a pensar ella de mí?
Hokkaido-Patagonia. Supe por mi amigo Eduardo y por la Embajada que Shino era una escritora célebre, que sus novelas se convertían en películas y series de televisión, que ya tenía sus lectores cautivos y que este grupo había crecido muchísimo desde el Naoki Prize. El Hotel Royal de la ficción está ubicado en los esteros de Kushiro, en la isla de Hokkaido, al norte de Japón. Es una ciudad pesquera, gélida en invierno, ventosa. Pero el Hotel Royal de la realidad ya no existe, el relato de su demolición abre la serie de cuentos que componen el libro, que repasa la historia a la inversa y acaba con su inauguración. Las fotos de la ruta donde funcionó, de sus alrededores, de la vegetación de por ahí y su horizonte vasto, muestran un paisaje que, eliminando la señalética japonesa, bien podría pasar por patagónico.
Con kimono. Recibí la primera respuesta de Shino en doble versión, tal como ella había recibido mi primera carta: manuscrita en papel, en idioma original; traducida a su lengua en formato digital.
Luego de varios intercambios de correos, a comienzos del 2015 la Embajada Argentina en Japón me comunicó que estaban interesados en organizar un encuentro entre nosotras dos en el Instituto Cervantes de Tokio.
Le pedí a Eduardo, mi amigo descubridor del caso, que asumiera el rol de moderador de la charla y, después de pensarlo un poco, aceptó contento. El resto del año transcurrió con el foco puesto en la organización, los mails frecuentes entre las instituciones involucradas (la Embajada, el Cervantes y la editorial de Shino en Japón) y las comunicaciones con los amigos de mi primera visita al país en 2007. Ir a Japón desde Argentina fue milagroso la primera vez, como un regalo. Volver unos años después para conocer a mi par nipona se me hacía alucinante.
En la recta final de la organización recibí el cronograma de actividades para ese día (el encuentro se agendó para el 19 de noviembre del 2015): en castellano y japonés, el menú se organizaba cada cinco, diez o quince minutos. Faltaban meses pero los japoneses ya sabían todo lo que iba a pasar. Al pie del texto se aclaraba que la señora Shino Sakuragi asistiría al evento vistiendo un kimono.
¿“Goen”? Además de darle nombre a la moneda de cinco yenes, “goen” en el idioma japonés define una circunstancia de conexión fortuita: es un poco el destino y otro poco la buena suerte en torno a ese destino. Goen es la fuerza misteriosa que, disfrazada de casualidad, conecta a las personas.
Ya estando en Tokio, los que la conocían o la habían leído me advertían que Shino no era una mujer común, que no usaba un lenguaje común, que se resistía a hacer una literatura femenina dentro de los estándares japoneses. Ya me habían dicho que Hotel Royal era un libro oscuro y un amigo nikkei de Buenos Aires que lo leyó en japonés (los libros de Shino no están traducidos todavía ni al castellano ni al inglés), se sorprendió por el tono y el empleo sin vergüenza de ciertos términos o ciertos conceptos más propios de los hombres.
Jamón, jamón. Cuando su padre inauguró el Hotel Royal, Shino tenía quince años. Comenzó a trabajar allí limpiando habitaciones, lo hacía toda la familia, no había margen para pagar sueldos. Venían pasando penurias económicas, por eso la tarde que limpiando una habitación encontró un jamón tirado en el suelo, le pareció una buena idea pegarle una lavadita y llevarlo a casa para la cena. Los padres se lo hicieron echar a la basura en el momento, pero Shino, cándida entonces, no comprendió el por qué hasta varios años después. “Teníamos hambre”, contó durante la charla, “Y ese jamón se veía delicioso”.
A dos puntas. Las diferencias con El telo de papá empezaban a aparecer: su historia era sufrida, oscura, apolítica. Y ella parecía atravesar esas condiciones biográficas con frescura y terminología brava. Sus padres saben que su hija escribe cuentos y novelas pero jamás la leyeron y no tienen tan claro de qué va Hotel Royal. Tampoco su marido ni sus hijos la leen: “Las mujeres que podemos dedicarnos a la literatura lo hacemos porque nuestros maridos no se involucran en nada, para no influir”, me contó luego. Pero nos parecemos hasta en las diferencias: las mujeres nos enfrentamos a dificultades similares, obligadas a mechar la escritura entre tareas domésticas, trabajos redituables, en espacios compartidos de la casa. Igual que yo, Shino se levanta temprano y, sin sacarse el pijama, se sienta a escribir.
Es probable que durante 2011 y 2012, las dos, con doce horas de diferencia, en nuestras más domésticas fachas, en nuestras casas remotas, hayamos escrito en simultáneo las historias de los telos de nuestros padres en aquellos pueblos. Y la literatura, que es finalmente la razón de ser de toda esta voltereta, nos ha servido para reflejar entre nosotras lo posible pero también lo imposible: el trazo común que une dos países opuestos que pueden mirarse en un espejo extraño que, en este caso, no está en la pared sino en el techo.