En primera persona gracias por las ganas de hacer

No terminábamos de recuperarnos del primer golpe, cuando el segundo nos dejó literalmente destrozados. Fuimos del espanto de un crimen a la orfandad de una partida inesperada. En siete días, Dios inventó un mundo. A nosotros, en el mismo plazo, ese mundo se nos cayó encima, y nos dejó casi sin aliento.
Estábamos trabajando, haciendo revisionismo en tiempo real, contando que el Censo 2010 –que Clarín y La Nación boicotearon desde sus tapas–, había sido un éxito, cuando sonó mi celular. Era un veterano de mil batallas, un tipo curtido en los asuntos del poder, con heridas abiertas por el bisturí del cinismo, el que llamaba: "Murió Néstor, murió…", me dijo, casi balbuceante. No hablaban sus cuerdas vocales: era su corazón, que yo pensé que no tenía, pero se ve que Néstor se lo había encontrado. No le creí de entrada. Me costó entender que hablaba en serio. "Fue bueno con nosotros", me dijo, parecía un chico, y se largó a llorar, y me cortó la comunicación.
Allí supe que era cierto. Este diario, el del Bicentenario, siempre fue un colectivo de trabajo. Estaban Cynthia, Gus, Hernán, Capo y Andrea y toda la redacción pensando en cómo cubrir una noticia horrible que, a su vez, nos interpelaba como personas. Hicimos un número especial. Con mucho esfuerzo. Pero si hacía falta, no sé cómo, hubiéramos hecho diez.
Sabíamos que Néstor Kirchner estaba mal de salud, que se cuidaba poco o nada, que después de una operación de carótida había ido al acto en el Luna Park con la juventud kirchnerista, sin guardar reposo. Pero nadie dudaba de su fortaleza y, de pronto, nos sorprendió su fragilidad, tan humana.
Una multitud se reunió espontáneamente en la Plaza de Mayo. Las filas eran interminables. Los sollozos, conmovedores. El país que no contaban los diarios dejó sus ocupaciones cotidianas para darle el adiós a ese flaco desgarbado, de trajes cruzados y mocasines fuera de moda, que los había hecho creer de vuelta en algo. Fui testigo directo de eso que Raúl Scalabrini Ortiz llamó el subsuelo de la Patria sublevada. Asumo que toda esa inmensa ceremonia de gratitud colectiva me perturbó. Como periodista, debía testimoniar lo que ocurría. Traté de hacerlo lo mejor que pude. Sin embargo, recuerdo haber escrito un editorial ("Ni un paso atrás") que me salió de las tripas, imaginando que la contracara de esos funerales populares era el brindis de la Argentina conservadora, que veía partir a su enemigo, el líder de una Argentina democrática que había hecho realidad muchos de los sueños que todos soñamos.
Escribí a las apuradas y salí corriendo a la Plaza. Entré en la Casa Rosada por primera vez desde la salida del diario. Estuve a dos metros del féretro. Vi llorar de modo desgarrador a Alicia Kirchner y a Juan Manuel Abal Medina y a una larga hilera de argentinos anónimos que veían de cerca lo que no podían creer. Kirchner había muerto.
Yo mismo no podía creer lo que allí sucedía. Estaban los que le agradecían por haber bajado el cuadro de Videla, los que querían decirle que habían encontrado trabajo, los ex combatientes de Malvinas que lo despedían como a un padre, los que se habían contagiado de su esperanza, los que habían podido mandar a sus hijos a la universidad, y los que venían del segundo y tercer cordón del Conurbano a decirle que ya tenían casa. Gracias a él.
Y estaban, también, los que, como yo, asistíamos al ritual en silencio, respetuosos del momento final, sin poder disimular que un tajo de lágrimas nos abría las mejillas. Pasadas las tres de la mañana, me fui a mi casa con un montón de palabras atragantadas. Al no poder gritarlas, me las llevé conmigo.
Volví a ver el féretro de Kirchner hace un mes. Tuve necesidad de ir a Río Gallegos. Había escuchado hablar del Mausoleo. Quería decirle lo que no había podido gritar aquella noche.
Esperaba encontrarme con algo más grande. Los medios hegemónicos habían pintado el lugar donde descansan los restos de Kirchner como si fuera un monumento a Kim Il Sung. Si se lo compara con el resto de las tumbas, claro, parece grande, pero para ser el destino final del primer presidente de la Unasur, que además sacó a la Argentina de su peor crisis en 200 años, no lo es tanto.
Al cajón accede sólo la familia. Lo pude ver de lejos. Algunos llevan flores, otros piedras, por el rito judío, y yo llevaba la edición homenaje que hicimos en el diario para dejarla en algún rinconcito.
Así y todo, dentro de la bóveda no pude decir palabra. No me salieron.
Tuve que salir, sentarme en un banco, mirar el profundo celeste del cielo patagónico, para animarme. Y casi en un susurro, elegí una de todas las palabras: "Gracias". Porque yo no sé a ustedes, pero a mí ese tipo me contagió las ganas de hacer.
Hacer un diario, imperfecto pero apasionado, como el que ustedes están leyendo.
Y ayudar a construir un país para nuestros hijos, mejor del que nosotros vivimos.
Lo estamos haciendo. Entre todos.

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