Por Jorge Levit / La Capital
En lo que parece ser una creciente ola de descrédito de la industria alemana, la empresa automotriz Volkswagen aportó una gran cuota de inmoralidad que sacudió no sólo al mundo de ese sector productivo sino que puede tener consecuencias impensadas para la economía europea y mundial.
Volkswagen (el auto del pueblo, en alemán) fue fundada en mayo de 1937 en Wolfsburgo (Baja Sajonia) para ofrecerle a la población de una recuperada economía un vehículo sencillo y barato que pudiese competir con las marcas extranjeras. La fábrica la inauguró el propio Adolfo Hitler pero en sus inicios produjo mayormente vehículos militares para el ejército. La producción en cadena de autos civiles recomenzó después de 1945, especialmente con el célebre “Escarabajo”, uno de los más vendidos del mundo con unas 21 millones de unidades fabricadas hasta el 2003.
Volkswagen (VW) es hoy el primer fabricante mundial de vehículos, con una veintena de plantas alrededor del planeta, incluidas las de Argentina. En 1980 comenzó a operar en el país.
El escándalo que protagoniza la empresa desde hace un par de semanas surgió cuando dos ecologistas de una ONG que promueve el transporte no contaminante (ICCT, por sus siglas en inglés), con la ayuda de la Universidad de Virginia, desarrollaron un sistema de medición de emanación de gases de los vehículos. Tras distintas pruebas comprobaron que los autos con motores diésel de Volkswagen no cumplían con las regulaciones en Estados Unidos y lo informaron a la Agencia de Control del Medio Ambiente, el ente oficial de ese país que se encarga de verificar el cumplimiento de las normas medioambientales, pero que “casualmente” nunca había detectado nada raro en los autos de Volkswagen.
Cuando comenzó una investigación en serio, la empresa automotriz confesó sus pecados: desde 2009 había instalado un software para falsificar los test de contaminación cuando el auto era sometido a inspección. Con ese programa, la emanación de gases tóxicos de los autos no superaba el máximo autorizado, pero cuando terminaba la prueba esa manipulación electrónica se desactivaba y el vehículo contaminaba el ambiente unas 40 veces más de lo permitido.
Volkswagen confesó que unos once millones de autos del todo el mundo tenían esa trampa, urdida especialmente para engañar a organismos de control que “sospechosamente” nada habían advertido.
Mientras Barack Obama hizo hace poco un llamado internacional para combatir el cambio climático y reducir las emanaciones tóxicas en un 32 por ciento para 2030 y el Papa lanzó su segunda encíclica, “Laudato sí”, sobre el “cuidado de la casa común”, la compañía alemana “truchaba” el sistema informático de los autos, con lo que la cada vez más renombrada responsabilidad social empresaria, al menos en este caso, parece haber desbarrancado. Sin embargo, todo tendrá arreglo con los 18 mil millones de dólares en multas, se calcula, que tendrá que pagar la automotriz alemana, además de corregir el sistema de gases de los vehículos involucrados en el engaño.
Otros casos. El fraude de Volkswagen es explicado por parte de la prensa europea de dos maneras. La automotriz no contaba con la tecnología necesaria para adecuar sus motores diésel a los controles medioambientales o lo hizo para ahorrar dinero en la fabricación de sus autos. Sea cual fuere el motivo no es el único caso de acciones ilegales de empresas alemanas para alcanzar objetivos comerciales.
En la Argentina se conoce muy bien ese escenario, particularmente cuando la empresa Siemens admitió en Estados Unidos haber sobornado con 106 millones de dólares a funcionarios argentinos para ganar una licitación de confección de DNI e informatización de los pasos fronterizos del país. Siemens dijo que lo mismo había hecho con otros cientos de contratos alrededor del mundo. En el caso de los DNI, la prensa alemana reveló que según un informe redactado por uno de los directivos de Siemens constaban las iniciales de quienes habían cobrado las coimas: “CM” (Carlos Menem), 16 millones de dólares. “CC” (Carlos Corach), 9,7 millones de dólares, entre otros funcionaros y ejecutivos de empresas.
También el consorcio industrial alemán Ferrostaal y empresas navieras asociadas para distintos proyectos multimillonarios tuvieron que reconocer haber sobornado a funcionarios europeos y latinoamericanos (argentinos incluidos) para obtener contratos para la construcción de submarinos y otras naves militares.
La saga de fraudes y sobornos continúa en el sector financiero con el prestigioso Deutsche Bank, que acordó hace unos meses pagar 2.320 millones de euros como multa a las autoridades británicas y norteamericanas por la manipulación de la tasa de interés interbancaria conocida como Libor. Los ejecutivos del banco acomodaron esos índices durante años para obtener beneficios financieros para el Deutsche Bank.
Si bien el prestigio industrial alemán viene en picada en los últimos años, no por eso se ha llegado al extremo de una de las famosas frases de uno de los mayores criminales latinoamericanos, el ex dictador chileno Augusto Pinochet. Poco tiempo después de haber cedido el mando a los civiles pero aún con inmenso poder político, emprendió muy duro contra el nuevo ejército de la República Federal Alemana, que dijo estaba formado por “marihuaneros, drogadictos, melenudos, homosexuales y sindicalistas”. Claro, se entiende, Pinochet prefería a las SS nazis y no a la democracia alemana que sí, genuinamente, ha tratado durante estas últimas décadas de revisar su pasado y mostrarle a las nuevas generaciones las barbaridades cometidas por el nacionalsocialismo para impedir que se repitan.
¿Y por casa? Si se tuviera que elegir al sector más “trucho” de la Argentina durante los últimos 40 años es posible que la Fuerzas Armadas lideren el ranking, seguidas inmediatamente por parte de la clase política y del sector privado.
Alejados absolutamente del espíritu del ejército libertador durante todo el siglo XX, los militares se dedicaron a asociarse con civiles golpistas y grupos económicos facciosos para derribar gobiernos democráticos e imponer una mascarada gobernante. En su última funesta aparición, en la década del setenta, con el pretexto de combatir el terrorismo se convirtieron en terroristas y dieron origen a una palabra que dio la vuelta al mundo sin traducción: “desaparecidos”, que en realidad fue un eufemismo de muerte. Levantaron cárceles “truchas” para secuestrar a miles de personas y sin juicio previo arrojar vivas a muchas de ellas al río de La Plata. Para completar el cuadro, la conducción militar de la guerra de Malvinas fue caótica y la represión y tortura a los propios soldados argentinos se ventilan aún hoy.
De los gobiernos civiles de la postdictadura, el más “trucho” fue sin duda el de Menem, que puso en práctica apenas asumió todo lo contrario a lo que había prometido. “Si decía lo que iba a hacer nadie me votaba”, alguna vez se excusó con una sonrisa. Los dos más grandes atentados terroristas que sufrió la Argentina se registraron durante su mandato, hecho más que llamativo y sospechoso.
Otros gobiernos fueron denunciados por sobornar senadores para que voten una ley laboral, contaron con políticos “truchos” que cambiaban de equipo según las necesidades y hasta también hubo un diputado “trucho” que votó en una sesión legislativa. Hoy, la Argentina tiene un vicepresidente acusado de “truchar” un documento público para quedarse con un auto que formaba parte de los bienes gananciales que compartía con su ex esposa.
En el ámbito privado argentino la situación se mantiene en los mismos niveles: empresas que evaden impuestos y tienen personal en negro con contratos basura, negociados en el fútbol, arreglos que benefician a particulares en licitaciones públicas y manejos fraudulentos por doquier que saltan a la luz ya casi sin sorprender a nadie. Además, organismos de control que no controlan nada por su impericia o porque algunos de sus integrantes son sobornados por los particulares.
No sólo parte del Estado es “trucho” en la Argentina sino también los privados que históricamente se han servido de él para beneficio propio. Es la idiosincrasia de una cultura “trucha” nacional donde se da por válido -–por dar un ejemplo de una práctica habitual que tiene años-– escriturar propiedades a menor valor del real para pagar menos impuestos y justificar fiscalmente la erogación.
Hay profesionales de las más variadas disciplinas, periodistas, encuestadores, artistas y hasta religiosos “truchos”. Forman parte de la argentinidad.
Umbral ético. ¿Es una sorpresa entonces que los industriales alemanes sean tan “truchos” como en la Argentina? ¿Por qué nos causa extrañeza lo ocurrido con Volkswagen, que incluyó en sus autos un mecanismo destinado únicamente a falsear los datos sobre los gases contaminantes?
Tanto en alemanes como en argentinos, tal vez rija el mismo espíritu de la posmodernidad, donde parece que debiera prevalecer el éxito a cualquier precio, el logro económico y la superación individual sin miramientos como “valores” que derrumben los umbrales éticos.