Cuando el poder admite que hay corrupción

“En Argentina hay gravísimos casos de corrupción que jamás llegaron a juicio oral”. Ni una ONG dedicada a la transparencia, ni un referente opositor, ni un analista, ni un periodista, ni un consultor, ni un religioso: la frase es de la persona que durante casi dos años estuvo al frente del influyente Ministerio de Economía de la Nación.

Felisa Miceli, la mujer que en su momento fue elegida por Néstor Kirchner para reemplazar a Roberto Lavagna y poder así controlar en forma directa aquella cartera, puso la cara después de ser condenada. Y si bien mencionó algunos casos emblemáticos del menemismo y de la dictadura, sus palabras bien pueden ajustarse a la gestión de la que formó parte y a la que sigue adhiriendo.

Los seguidores K rápidamente hicieron notar que la condena se da en la misma gestión que integró, hecho casi inédito en la Argentina. Esto es cierto y digno de ser destacado.

Pero también no es menos cierto el riesgo de que Miceli se transforme en la María Julia Alsogaray del kirchnerismo. Es decir, una especie de ofrenda sagrada que se entrega a la hoguera de una condena judicial para expiar las culpas de funcionarios de mayor responsabilidad y mayor volumen de dineros sospechosos en juego.

La Justicia no tuvo tan vendados los ojos como para no darse cuenta de que un fajo de billetes termosellado salido del Banco Central no es dinero para devolverles a amigas generosas.

Y lo hizo en tiempos más o menos lógicos. Se tomó un poco más que el puñado de horas que le llevó a Norberto Oyarbide dictaminar que el matrimonio Kirchner incrementó bruscamente su patrimonio de manera lícita, y bastante menos de lo que les está costando desentrañar a varios jueces y fiscales cómo fue qué cambiaron tanto en su estilo de vida funcionarios como Ricardo Jaime o Amado Boudou.

Si María Julia fue el elefante que le sirvió al menemismo para licuar varias veces millonarias sospechas, lo de Miceli tendrá su real impacto si no tiene el mismo efecto.

Por lo demás, no es poca cosa que una persona que ocupó un cargo de ministra de Economía diga –más allá del impacto de hacerlo minutos después de ser condenada– que en Argentina hay “gravísimos casos de corrupción” impunes.

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