Por Nicolás Creus (*)
La vinculación de Argentina con el sistema financiero internacional desde su temprana inserción en la globalización financiera allá por los años setenta, ha sido indiscutiblemente compleja y accidentada, contabilizando dos defaults –uno en 1982 y el otro en 2001–, sin mencionar el traumático devenir de la década del ochenta y el posterior reordenamiento financiero que supuso el canje de deuda implementado mediante el Plan Brady.
A partir de esta experiencia y la de otros varios países emergentes y en desarrollo, la mayoría de los analistas coincidieron en identificar algunas lecciones aprendidas, entre las cuales destacaron: mantener tipos de cambio más flexibles; acumular reservas internacionales; limitar las políticas fiscales pro-cíclicas; preservar la solidez en la cuenta corriente; y reducir la cantidad de deuda denominada en moneda extranjera.
Argentina ciertamente tomó nota de tales lecciones –al menos durante los años inmediatamente posteriores al default de 2001–.
Sin embargo, luego de la exitosa reestructuración de su deuda con los acreedores privados –concretada mediante el canje de 2005– y la posterior cancelación total y anticipada de sus compromisos con el FMI hacia el final del mismo año, el país no avanzó hacia la esperada normalización de su vínculo con el sistema financiero internacional sobre la base de las lecciones aprendidas.
Por el contrario, entendió que a partir de estas y en un contexto internacional favorable signado por una fuerte suba en el precio de las materias primas era posible prescindir del mismo.
En tal sentido, sin las urgencias financieras de otrora, el gobierno argentino en aquel entonces no se preocupó demasiado por resolver las cuestiones pendientes del default, a saber: la regularización de la deuda con el Club de París; la normalización de la relación con el FMI, afectada por la resistencia del país a someterse a la revisión de su economía en función de lo dispuesto por el artículo IV del estatuto del organismo; y el arreglo de los juicios con sentencia firme que diferentes empresas habían llevado adelante contra el país en el marco del Centro Internacional para el Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (Ciadi).
También se abocó a la resolución de la deuda con aquellos acreedores privados que no aceptaron la oferta de reestructuración (los denominados fondos holdouts).
Como consecuencia de esta actitud, Argentina permaneció marginada del poder inversor transnacional y del acceso al crédito externo. Si bien luego del canje de deuda de 2005 el país no sufrió escasez de divisas, lo cierto es que la normalización inconclusa de sus relaciones financieras externas determinó un elevado costo financiero para cualquier agente económico que decidiera operar dentro de sus fronteras, afectando el clima de negocios, desalentando la inversión y estimulando un proceso incipiente de dolarización de activos, lo cual supuso un condicionamiento extra sobre el tan mentado proceso de acumulación de reservas.
La situación se agravó cuando los dólares comerciales provenientes del complejo sojero exportador comenzaron a revelarse insuficientes para garantizar el normal funcionamiento de la economía.
Frente a esta delicada situación y vedado del acceso al mercado de capitales internacional, el gobierno argentino recurrió a la emisión monetaria y al financiamiento intra-estatal. Esto generó en consecuencia un aumento de las presiones inflacionarias y un mayor retraso del tipo de cambio, afectando obviamente el resultado de la balanza comercial.
La renovada restricción externa no hizo otra cosa más que poner de manifiesto la necesidad de Argentina de resolver prontamente su relación con la comunidad financiera internacional y facilitar así el acceso a tasas razonables al –ahora necesario– crédito externo. Claro que en el último tiempo la posición negociadora del país ya no dispone de la fortaleza de otrora. Fue desde la necesidad y la urgencia que el gobierno avanzó en la resolución tardía de algunas de las cuestiones pendientes del default y accedió a hacer mucho de aquello a lo que se había resistido en años anteriores.
A modo de ejemplo, cabe destacar el arreglo de los juicios con sentencia firme en el Ciadi en octubre de 2013 y el acuerdo con el Club de París en mayo de 2014.
Los costos inherentes a la demora han sido evidentes, poniendo de manifiesto que la dilación en el reordenamiento del frente externo no constituyó necesariamente la mejor opción.
Las lecciones aprendidas de las crisis financieras pasadas fueron mal interpretadas.
En lugar de constituir la base a partir de la cual repensar el modo de vinculación del país con el sistema financiero internacional, fueron utilizadas para ostentar niveles de autonomía que en el mediano plazo resultaron no ser tales.
Claramente, Argentina sobreestimó sus márgenes de maniobra al creer que podía prescindir sin costo alguno del sistema financiero internacional.
El desafío –al igual que en el pasado– sigue siendo el de construir una relación madura y equilibrada con los diferentes actores que operan en él, incorporando las lecciones aprendidas y entendiendo al financiamiento externo como un instrumento más de política pública, del cual no se debe abusar pero tampoco prescindir.
(*) Profesor Política Internacional Argentina (UNR)