El proceso electoral argentino, que concluyó el domingo con un apretadísimo triunfo del candidato de la oposición en el balotaje presidencial –Mauricio Macri–, puede servir como un espejo en el que los ecuatorianos vislumbremos nuestro futuro político. Lo que estaba en juego en las elecciones argentinas era el fin del kirchnerismo, como lo estará, una vez anunciado el retiro temporal de Rafael Correa, el fin del correísmo. ¿Qué muestra el proceso argentino? Que el kirchnerismo fue capaz de sostener una pelea muy dura hasta el final para dejar un escenario de empate más que de fin estruendoso. Después de doce años en el poder, la expresión kirchnerista del peronismo mostró vitalidad social y política. Allí hay una advertencia para Ecuador: el correísmo llegará sin su principal líder como candidato, pero después de diez años en el Gobierno tendrá fuerza para defender su espacio con otro aspirante.
Segundo mensaje: la transición de modelo económico, tan prometida por Macri, luce más compleja de lo esperado. Rindió efecto, sin duda, la campaña de terror levantada por Scioli de una vuelta a los ajustes, las devaluaciones y la pérdida de los derechos sociales alcanzados. El modelo kirchnerista se parece al ecuatoriano, aunque tenga desequilibrios macroeconómicos más visibles: la expansión del Estado generó mayor inversión pública, redujo la pobreza, reconoció derechos sociales, pero también inflación, déficit fiscal, crisis cambiaria y bajo crecimiento. ¿Qué pesa más? La lección: doce años de una política de activismo estatal –el Estado presente, como sostenía Scioli en el debate con Macri– produce cambios importantes en la estructura social y económica de poder difíciles de desmontar o desacreditar desde un discurso que promete equilibrios económicos, crecimiento, inversión privada y empleo. La presencia del Estado para los sectores sociales pobres y vulnerables representa una conquista social y política invalorable.
La polarización y el antagonismo, características de la política kirchnerista y correísta, si bien generan fatiga y cansancio, enemistades sociales y políticas, no dejan de ser eficientes a la hora de poner las alternativas electorales en blanco y negro. La polarización en la campaña deja por fuera la reconstitución de la democracia –argumento de la oposición– como postura fuerte en la competencia electoral. El autoritarismo del gobierno kirchnerista, su estilo confrontacional, quedan en un segundo plano al momento de poner sobre la balanza ganancias y pérdidas de un proceso de doce años.
La división del kirchnerismo entre un ala leal –Scioli– y un ala disidente –Massa– favoreció el triunfo estrecho de Macri. Procesos políticos tan largos y sometidos a liderazgos personalistas dejan fracturas imposibles de saldar entre leales y desleales. Alianza PAIS ha acumulado muchas rupturas desde su inicio en el Gobierno, pero no las suficientes como para fracturar su capacidad electoral. ¿Será capaz de no romperse políticamente sin el líder como candidato y articulador de intereses diversos? La división del oficialismo aparece como una condición clave para abrir espacios políticos a unos opositores tan poco emocionantes como Macri (a pesar del Boca Junior).
En cualquier caso, y aunque haya sido una derrota honrosa, Argentina inicia el lento y difícil camino hacia el poskirchnerismo. (O)