Nadie llega a la plaza de Jemaa el Fna por casualidad. A la Plaza de Jemaa el Fna se va con toda la conciencia del mundo. Lo que no calibra uno es esa explosión sensorial que recibe nada más pisarla. Como si una carga de dinamita en tu cerebro abriera al cien por cien los cinco sentidos.
Amanece tranquila. Tan solo el trasiego de la gente local. Y es curioso que en Marrakech el primer sentido que se te despierta el es del oído. El canto del almuédano comienza, en las muchas mezquitas que hay en Marrakech, al unísono y termina con una sincronía que te abre el cerebro. Y a partir de ahí, como si de un escenario se tratase, comienzan a incorporarse todos los actores que hacen vibrar la plaza e interpretan esa orgía sensual.
Domadores de monos. Serpientes contoneándose al son de la flauta de su encantador. Cuentacuentos. Predicadores que salvan los males mortales. Adivinos de verbo entrenado. Curanderos y dentistas. Vendedores ambulantes. Músicos improvisados y bailarinas. Y ya está ahí el sentido de la vista en su esplendor. Y sin darte cuenta se te llena el pulmón de una mezcla de aromas que provienen de los muchos puestos que se montan en la plaza. Olor a harina, a tajines de cordero y de pollo, a couscous, a pinchos morunos, chabakiya y a té de hierbabuena.
Y así sucede la noche en la Plaza de Jemaa el Fna, donde todo cabe y cualquier cosa puede suceder.
Vuelve a amanecer tranquila con la silueta de la mezquita Kutubia, que fue inspiración para el minarete de la Giralda de Sevilla en España, donde tantos españoles emigraron a Argentina. Y nos metemos en una elipse porque somos como el polen que el viento dispersa y al final no dejamos de ser universales.